
Especial Casi nada que ponerte
–Pero ¿qué viniste a hacer acá?
El señor gordo rubicundo no habla, solo mira al infinito y se mece. La pregunta no procede de él, sino del otro, un señor larguirucho de unos sesenta años, con la cabeza llena de rizos canosos. Él me mira directamente a los ojos, mientras los suyos sonríen desde detrás de unas gafas doradas con cordel. Su sonrisa es pícara, divertida y paciente.
–Sos igual que tu papá, hablás poco.
Agarrada a mi grabadora y mi cuaderno de notas, siento cómo me sudan las manos. He venido a entrevistarlos a ambos. A que me cuenten su vida. Creo que también a escribir un libro. Pero algo me distrae y no entiendo de qué se trata.
A mi alrededor, el mundo se reduce a una cocina funcional, un televisor de treinta pulgadas y esas dos personas. Una me mira con elegante sorna, mientras que la otra se mece a su lado, pero lejos de aquí. Los objetos me distraen: el jersey italiano del señor de rizos, la mecedora, el televisor.
–Vos querés que te contemos todo sobre nuestra vida, pero nuestra vida no es importante. Nosotros no somos importantes; lo que importa es lo que hicimos y eso ya no le interesa a nadie; no somos modernos.
Ríe. Su voz es tan nasal que podría confundirse con la de una trompeta. En mi recuerdo, el señor de rizos tenía el pelo oscuro y no cano, pero de eso hace ya treinta años. En mi memoria, un abrigo de terciopelo carmesí, un suelo de mármol del color del interior de una caracola y el olor a café, y a alguien diciendo: «No toqués nada».
Aquí y ahora, en el año 2008, el señor gordo se mece con el ceño fruncido. Suena una melodía reconocible desde la televisión y, de repente, abre bien los ojos y se echa a reír. Una carcajada enorme lo invade todo: el monólogo, la música, la grabadora, la escena entera. Ríe y me sobresalta con su risa alucinada, histérica, mientras grita: «¡No somos! ¡No somos!», y cuando se levanta de un salto de la mecedora, el otro tiene que calmarle y limpiarle la saliva de la boca, pacientemente, hasta que vuelve en sí.
El avión
Esta historia, en realidad, empieza con un avión.
Esta historia empieza y termina con un avión.
Cuando yo era pequeña, me encantaba volar. Me gustaban los cinturones de seguridad, el olor a plástico de las bandejas que se reclinaban y todo el ritual de salvamento de las azafatas, que eran algo así como las hadas madrinas de los aviones, las princesas de los cuentos, con su maquillaje mate, sus zapatos de tacón y sus sonrisas relucientes. Creo que jamás fui revoltosa en un vuelo, me gustaba todo demasiado. Suponía un gran acontecimiento para mí, como también para mi familia. Pero en mi caso era un hecho esencialmente bueno, sin que albergara ninguna angustia ni expectativa. Fui una niña acostumbrada de forma inusual a los aviones desde pequeña, mucho más que mis compañeros de colegio. Casi nadie en mi escuela había ido en avión como yo, en vuelos tan largos. Mis padres habían dejado Buenos Aires en 1977, cuando tenía siete meses de edad, y tras los primeros tiempos de asentamiento después de la emigración, íbamos a Argentina cada dos o tres años, más o menos, desde que guardo recuerdo. Durante toda mi infancia, pocas veces fuimos los tres juntos porque era muy caro.
Hasta los seis años, pensé que Argentina estaba en el cielo. Mi confusión, ahora me doy cuenta, tenía un sentido: siempre recordaba el despegue, el cielo azul, las nubes de algodón y fantasía, y la maravilla técnica que significaba volar. Nunca le presté mucha atención al aterrizaje porque tras doce horas de vuelo no recordaba nada. Ese cielo azul lo asocié desde siempre a la bandera nacional, blanca y celeste. Así que cuando me preguntaban por mis abuelos, que vivían en Santa Fe, en Argentina, yo señalaba hacia lo alto. «Ahí es donde viajamos. Ahí es donde están», decía. Con seis años, eso parecía muy sensato.
Diez años más tarde, en un vuelo entre Santa Fe y Rosario, en uno de esos viajes familiares, desarrollé una fobia patológica a los aviones. No hubo ningún incidente terrible, más allá de un movimiento muy fuerte que sacudió el aparato hacia todos los lados durante unos veinte segundos. Las azafatas corrieron rápidamente a abrocharse los cinturones y no pasó nada. Pero en aquel momento me convencí de que yo iba a morir en uno de esos vuelos.
Esta historia, mi historia, empieza con ese avión.