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Coyote balcánico

Especial Coyote balcánico

Librotea Américas /

1

La maldición


Al quedar embarazada por vez primera, mi madre imploró un milagro. Ofrendó velas y plegarias a santa Rita, a santa Ana y al arcángel san Gabriel. En el parto, confirmó lo que los ojos de su útero habían visto. Lo que presintió desde que se ausentó su regla. Una ancestral maldición la alcanzó. “Nosotras estamos condenadas a parir mujeres, los varones se nos mueren en la panza”, le dijo mi abuela Brígida durante un amanecer, mientras, arrodilladas, molían nixtamal en el metate.

Con resignación concibió a Guadalupe. Luego de dos años, nació Margarita. Al constatar que la condena estaba enraizada en su vientre, sintió miedo a la preñez. Usó trucos para adormecer su fertilidad. Tomó infusiones de agracejo, ruda y ajenjo. Llevó la cuenta meticulosa de sus días propicios. Después de cada encuentro sexual, enjuagó sus partes íntimas con agua salada. Cuando Santiago, mi padre, partió rumbo a Texas a buscar un mejor empleo, mamá descansó. La lejanía de sus cuerpos la liberó de engendrar.

Cinco años más tarde, aparecí en su vientre. ¡Tanto que se cuidó durante las visitas del marido! No funcionaron las infusiones de ruda, las de orégano, ni la cuenta lunar. La frágil esperanza de concebir un varón se encendió otra vez en su alma.

Mamá había ahorrado para pagar los honorarios de un ginecólogo, más dos días de hospitalización. Planeaba aliviarse en San Miguel de Allende. Papá le mandaba dólares desde Austin, donde trabajaba en un restaurante. Pero a mí, Eloísa, la última de sus hijas, se me ocurrió nacer diecisiete días antes de lo previsto, en una vieja casona enclavada en un pueblo fantasma. Los médicos se equivocaron, hicieron mal sus cuentas, o se me antojó nacer a medianoche y sin tanto pujido. Me parió a media luz en una noche sin luna. No hubo médico disponible y aconteció un apagón en la región. La asistió Micaela, la matrona del pueblo, quien con veladoras iluminó la alcoba.

Mi abuela Brígida contaba que, esa noche, la sombra de un coyote se paseó por las vigas del techo y se esfumó por la hendidura de la puerta. Que cuando salí del vientre, la partera gritó: “¡Mira, Leonora!, ¡casi ni chilló! Dicen que los que al nacer no lloran, serán valientes”. Que mi madre, con la garganta atropellada por el llanto, respondió: “Ojalá así sea, Micaela, ser mujer no es fácil”. Luego, me arrulló en su regazo, me ofreció su seno repleto, me miró con amor profundo y con ternura infinita.

Así nací niña, mujer, sin luna y sin luz. Apesadumbrada por el peso de su condena, entretenida en sus lamentos y en mis cuidados, mamá no se percató de la presencia de la sombra con cuerpo de hombre y cabeza de coyote, que se deslizó sobre el piso de barro y se metió bajo mi cuna.


2

El robo

Guanajuato, enero de 2018

Zoran corrió a toda velocidad por los callejones de Guanajuato. Esquivó autos, peatones y puestos ambulantes; no consiguió despistarlos a pesar de su agilidad. Descendió a la calle subterránea, con la idea de subirse de mosca a un camión para aventajarlos. Se topó con un Honda Fit encendido sin conductor y con la puerta abierta. No lo pensó dos veces, subió al auto y pisó el acelerador. Giró hacia la salida a Silao y logró escapar. Por el retrovisor distinguió las siluetas de los oficiales parados a mitad del túnel. Frustrados, hacían señas con las manos.

Se había librado de ser arrestado por golpear a un tipo insolente. Ahora conducía un coche robado. Se detuvo en una calle solitaria a las orillas de la ciudad. Escuchó un gemido que provenía del asiento trasero. Era un perro.

—¡Chingada madre! —dijo perturbado. Sacudió la cabeza y golpeó con frustración el volante. 

Su inesperado rehén ladró.

Zoran recapituló su situación: había golpeado a un hombre, robado un coche y secuestrado a un perro.

—¡Lo único que me faltaba! ¡Me lleva la chingada!—gritó ofuscado.

Se pasó al asiento trasero y acarició al animal para tranquilizarlo. Era un dachshund, portaba un collar con un nombre y un teléfono grabados en una placa: Picky, 4772390188. Sin dudarlo, marcó el número. “Una cosa es tomar prestado un coche y, otra muy distinta, secuestrar un perro”, reflexionó.

La voz de una joven atendió la llamada.

—Hola, tengo tu coche y tu perro. Te los quiero devolver —dijo con atropello. Cruzó los dedos y cerró los ojos.

—¡Ratero cabrón! ¡Devuélvemelos ahora mismo!

La voz tenía sabor a mentada de madre. Zoran no esperaba menos.

—Por eso llamo —contuvo la respiración, permaneció con los dedos cruzados y, en tono mesurado, prosiguió—, tomé tu auto prestado para una emergencia. Entonces, me di cuenta de que había un perro en el asiento. ¡Perdón! Lo siento mucho, te los quiero devolver.

Su explicación serenó a la dueña.

—¿Dónde estás? ¿Cómo te llamas? —preguntó la joven, luego de exhalar un fuerte suspiro.

—Me llamo Zoran. Me metí en un lío, no puedo decirte dónde estoy. Lo único que quiero es regresarte tu coche y tu perro. Por cierto, creo que algo le duele.

—¡Idiota! Bajé de mi coche a recoger un dinero. ¡Apareciste y te aprovechaste! ¡Lo llevaba al veterinario! Además, ¿qué pinche nombre es ese? ¡Te lo acabas de inventar!

—Lo siento, de veras —reiteró Zoran. Sintió los gritos de la chica como moscos voraces en el interior de sus oídos.

Una caravana de posibles maneras para salir del embrollo peregrinó veloz por su cabeza. Una le pareció convincente.

—¡Tengo una idea! Llevaré de inmediato a tu perro con un veterinario. Ahí dejaré tu coche y los recogerás al mismo tiempo.

Ella dudó. ¿Llamar a la policía sería mejor opción? ¿Y si por creerle al ladrón, no recuperaba ni su perro ni su coche? Lo meditó. Picky requería atención urgente. Hizo caso a una intuición y, a ciegas, aceptó la propuesta del desconocido.

—Trato hecho. ¡Apúrate, como vas! ¡Urge que atiendan a mi perro!

La que cruzó los dedos esta vez fue ella.

—Te llamo en unos minutos para darte la dirección. Recuerda: no me delates. Lamento mucho lo que hice.

—Más te vale, pendejo, o voy directo a la policía. Zoran colgó y acarició al dachshund. Enseguida se dirigió a la clínica veterinaria de Federico Ortega, ubicada a las afueras de la ciudad, rumbo a Puentecillas.

—¿Y ese perro, Zoran? —dijo Federico al verlo entrar con él entre los brazos.

—No puedo darte muchos detalles, Fede. Por favor, atiéndelo. Te dejo estas llaves, su dueña me prestó su coche. En un rato vendrá a recogerlos.

Federico, amigo de la madre de Zoran, sentía mucho cariño por el muchacho. Conocía a la perfección su temperamento travieso, la nobleza y generosidad de su corazón. Dedujo que se trataba de un favor hacia alguien especial. Sin hacer más preguntas, recibió al animal.

—No te preocupes, Zoran. Aquí déjamelo, ahora mismo lo reviso.

—¡Genial, Fede! Luego te pago, no traigo dinero, pero sabes que siempre cumplo.

—Le cobraré a tu madre con una rica cena —dijo el veterinario con sonrisa pícara.

—Estarás bien —dijo Zoran dirigiéndose al perro y lo acarició antes de salir. Llamó a la dueña y le dio la dirección. Se sentó en la banqueta, refugiado detrás de una frondosa buganvilia. Desde ahí observaría a la chica que, de forma involuntaria, lo salvó de ser arrestado.

Una joven espigada y de larga melena negra descendió de un taxi. Zoran, desde su escondite, la vio girar la cabeza como periscopio para inspeccionar el entorno, echar un ojo a su Honda Fit y entrar a la clínica.

—¡Soy la dueña de ese perro! ¿Cómo está? —exclamó aliviada al comprobar no haber sido víctima de una trampa.

El veterinario la recibió con un saludo de mano y sonrisa tranquilizadora.

—Hola, soy Federico Ortega. Acabo de revisar a tu mascota. También tengo aquí las llaves de tu auto.

—Gracias, Flavia Campos —recuperó la calma, estrechó la mano de Federico, recibió las llaves y prodigó amorosas caricias a su perro.

—Mucho gusto, Flavia. Te explicaré lo que le pasa a Picky. Tiene una contusión medular. Tal vez se cayó o realizó un movimiento brusco. No te preocupes, es algo típico de su raza. Con la administración de analgésicos y reposo, estará bien en un par de semanas. Le apliqué una inyección y le daré un tratamiento oral para que lo tome en casa. Verás que pronto se recupera.

—¡Gracias al cielo! Es un travieso. Hace días jugó rudo con unos niños en el parque. Desde entonces, comenzó a pasar mucho tiempo echado y a comer poco. Algo raro en él, es muy tragón.

—Anda, ve a casa, cuida a Picky y dale las gracias a Zoran por traerlo con el mejor veterinario de la región —dijo Federico y sonrió con presunción bromista—. Ese chico adora a los animales, es capaz de dar su vida por ellos.

Flavia prefirió omitir algún comentario ante la mención de el ladrón. Todavía sentía coraje. Cuando intentó pagar los honorarios, Federico le dijo que estaban cubiertos y le hizo un guiño. Flavia salió con Picky en brazos. Subió a su vehículo y tomó su celular.

A Zoran no le sorprendió ser el destinatario de la llamada.

—Hola, ladrón. Ya comprobé que sí te llamas Zoran.

—Lo siento. Lo siento mucho —repitió con sincero arrepentimiento.

—Ya, pues. Alguien que ama a los animales no debe ser tan malo. Quiero conocerte.

—¿Cómo está Picky? —preguntó Zoran para evadir la petición de Flavia.

—Estará bien. De alguna manera, gracias a ti. ¿Dónde y a qué hora te veo? —insistió la chica.

—No sé si sea buena idea, después de lo que hice—dijo Zoran avergonzado.

—Te espero a las cinco en mi casa —dispuso Flavia con arrojo y colgó.

La vio poner el auto en marcha. Un mensaje apareció en su celular: Calle Alhóndiga 86, me llamo Flavia.

Al llegar a casa, Zoran llamó a Hugo.

—¿Qué onda, cabrón? ¿Dónde estás? Te he mandado cien whats —le reclamó su amigo.

—Acabo de llegar a mi casa. ¿Todo bien, bro?

—Todo bien. El tipo de la bronca resultó ser hijo de un conocido de mi papá. No levantará cargos. Le bajó de huevos, terminó disculpándose por llamarme maricón. Gracias por defenderme, bro. ¿Tú estás bien?, ¿qué onda contigo?

—Sí, todo en orden. Pero tuve que robar un coche.

—¡No chingues! ¡En que líos te metes, Zoran!

—¡Cálmate! Ya te dije, todo bien. Pero en el coche que me robé, había un perro enfermo.

Hugo volcó su asombro en el tono de su voz.

—¿Qué? ¿Un perro? ¿Es neta? ¡No jodas!

—¡Neta! Ya los devolví. Te busco luego. Tengo una cita con la dueña del coche y del perro.

—¿Cómo que una cita? ¡No me dejes así! ¡No mames!

—Luego te cuento.

—¡Estás cabrón! ¿Cómo le haces para que las cosas fluyan a tu favor?

—Para que fluyan o no. ¡Imagínate que llego y la tipa está esperándome con dos policías! Aun así, ese imbécil merecía el putazo que le di. Tú tranquilo, todo estará bien.

Zoran colgó. Recordó la larga melena de Flavia. Meditó sobre la inusual manera en que iba a conocerla. Sintió cosquillas por todo el cuerpo.

Zoran pasó su infancia en Mineral de Pozos. Transitó senderos que antaño pisaron chichimecas, huachichiles, copuces, guaxabanes y pames. Se hizo diestro en perseguir lagartijas y tejones. Montado en burro, recorrió el pueblo fantasma donde todos se conocían y se saludaban por su nombre. Tomó leche de vaca sin código de barras. Comió nopales, tunas y bebió colonche. Ahora vivía con Eloísa Martínez, su madre, en una casa del cerro de San Miguel en Guanajuato. Por la ventana de su alcoba podía contemplar el mosaico multicolor, formado por las viviendas de la mágica ciudad colonial. A pesar de ser feliz en la capital del estado, añoraba su pueblo. Extrañaba los tiempos en que acompañaba a su abuela Leonora a rezarle al Señor de los Trabajos en el Templo Inconcluso. Al salir de la oración, le compraba nieve de limón. La saboreaban sentados sobre las jardineras de la calle principal.

Leonora, envuelta en un rebozo que a Zoran se le figuraba las alas de un águila real, extraía de sus pupilas imágenes que, amorosa, describía a su nieto. A Zoran le encantaba escucharla.

—Toditos se fueron, mijo. En los años sesenta quedábamos menos de doscientas personas.

—¿Por qué ustedes no se fueron, abuela?

—Porque nuestros difuntos nos pidieron quedarnos.

—¿Cómo era el pueblo cuando se moría?

—Los años en que se moría, puro silencio se oía en la región. Sólo se distinguían los murmullos del cementerio que nunca se callan, y el viento cuando soplaba enjundioso. No siempre fue así.

—¿Cómo era antes?

Leonora tomaba su canosa trenza y la acariciaba, mientras su vista se perdía sobre un horizonte imaginario.

Con voz nostálgica rememoraba:

—En tiempos de los españoles era un pueblo rico, Zoran. Los jesuitas le sacaban de las entrañas oro, plata, bronce, mercurio y galena. Palmar de Vega le decían. Cuando expulsaron a los curas, las minas quedaron en manos de familias ricas. Luego vinieron guerras, de esas que hacen los hombres para hacer justicia con injusticias. Llegó la lucha de Independencia. Hubo escasez de azogue y se quedó mi pueblito moribundo. Sus nahuales se escondieron en los muchos agujeros que le hicieron a la tierra para sacar sus metales preciosos. Los nahuales son los únicos que nunca se han ido.

—¡Me gustan los nahuales! ¡Qué bueno que no se fueron!

—Aquí estuvieron, sosegados. Cuando llegó don Porfirio con su progreso, recibieron a las miles de personas que se dejaron venir. Hicieron una espantadera. Más de uno de los mineros se murió del susto al topárselos. Llegaron muchos forasteros. Ochenta mil o más. Venían de otros estados, también de tierras lejanas. Franceses y españoles buscaban fortuna. Se echaron a andar más de cien minas. Aparecieron grandes haciendas como Carbonera, La Cebada y Purísima. Esto se volvió un jolgorio. Hasta almacenes teníamos: La Fama, El Vesubio, Fábricas de Francia, Fábricas de París y El Palacio de Cristal, al que ahora llaman Palacio de Hierro. ¡Hazme el favor!

La mirada de Zoran se impregnaba de entusiasmo cuando su mente viajaba por las memorias de Leonora.

—Me hubiera gustado ver a Pozos así, lleno de gente ¡Cuéntame más, abuela!

—Las haciendas crecieron, los caciques llegaron. Esto era una romería. Abrieron tiendas de raya, escuelas, cantinas. Pasaban por aquí militares a caballo. Fue de los primeros pueblos en tener luz eléctrica, telégrafo y tren. Mis difuntos trabajaron las minas de Cinco Señores y Santa Brígida. Remilgosos, los nuevos inquilinos y los indígenas convivieron. Recuérdalo, mijo, tienes sangre chichimeca en tus venas.

—Sí, abuela. Nunca se me olvida.

—Esa sangre es aguerrida, poderosa. La quisieron exterminar y no pudieron, porque el chichimeco tiene pacto con nahuales y coyotes. Las enemigas siempre han sido las brujas. Esas las trajeron los güeros en sus barcos, cuando cruzaron el mar para llevarse nuestros tesoros y mezclar su sangre con la nuestra. En tus venas conviven los muertos de aquí y los de un lugar lejano. Zoran: algún día te susurrarán en el oído. Entonces tendrás que escucharlos.

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