
Especial La sangre y la tinta: el atentado político en la literatura
El 20 de mayo de 2024, la noticia sacudió a una Ciudad de México acostumbrada a la violencia: Ximena Guzmán y José Muñoz, funcionarios cercanos a la jefa de gobierno, Clara Brugada, fueron asesinados a balazos en plena Calzada de Tlalpan. Los disparos llegaron desde una motocicleta, ese vehículo anónimo que en América Latina se ha convertido en símbolo de muerte impune. Las condolencias oficiales se sucedieron, los titulares se multiplicaron y luego, como siempre, el silencio.
Pero había algo familiar en este crimen, algo que trascendía el mero expediente policial. Como si ya lo hubiéramos leído antes en esas novelas mexicanas que convierten la violencia política en una metáfora del colapso. Porque mientras las autoridades prometían justicia, los lectores de Yuri Herrera o Fernanda Melchor reconocían el guion: un país donde la política y la sangre se mezclan hasta volverse indistinguibles.
La literatura como síntoma (y diagnóstico)
En 2010, el escritor Yuri Herrera publicó Señales que precederán al fin del mundo, una novela corta pero devastadora donde una mujer cruza la frontera entre México y Estados Unidos en un viaje que es a la vez físico y metafísico. Lo que parece ciencia ficción es, en realidad, un retrato descarnado del México narco, donde los cuerpos desaparecen y el lenguaje se corrompe. "Aquí no hay héroes", advierte uno de sus personajes. "Solo gente que sobrevive".
Una década y media después, el asesinato de Guzmán y Muñoz confirma esa intuición literaria: en México, la violencia política ya no es excepción, sino gramática. Como en Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor, donde un crimen en un pueblo olvidado revela la podredumbre de toda una sociedad, el atentado en la Benito Juárez no es un hecho aislado, sino el síntoma de un sistema que ha normalizado el horror.
Esto lo hemos leído desde hace décadas. En 1987, Fernando del Paso escribió Noticias del Imperio, una obra monumental donde Carlota, la emperatriz de México, enloquece mientras narra el fracaso de un proyecto político. Hoy, ese libro se lee como una advertencia: la historia mexicana es un ciclo de violencia y desengaño.
Algo similar ocurre con Tierra adentro, de Álvaro Enrigue, donde el pasado colonial y el presente narcopolítico se mezclan en un país que no puede escapar de sus fantasmas. Estos autores no escriben sobre el futuro, sino sobre un presente que ya es distopía. El atentado contra los funcionarios de Brugada encaja en ese relato: es política convertida en tragedia griega, donde el Estado es a la vez víctima y culpable.
En La muerte de Artemio Cruz, Carlos Fuentes no solo narra la agonía de un hombre, sino la de todo un país. A través de los recuerdos fragmentados de su protagonista —un revolucionario traicionado por su propia ambición—, la novela expone el fracaso del proyecto posrevolucionario: los ideales convertidos en corrupción,la justicia social devorada por el poder. El asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz resuena con esta misma lógica: la violencia política como síntoma de un sistema que perpetuamente se traga a sus hijos. Fuentes escribió: "México es un país que se alimenta de sus cadáveres"; hoy, esa frase sigue siendo un epitafio.
¿Puede la literatura cambiar algo?
En 1968, Elena Poniatowska documentó la masacre de estudiantes en La noche de Tlatelolco, un libro que evitó que el crimen quedara impune en la memoria colectiva. Medio siglo después, Valeria Luiselli hizo lo mismo con las infancias migrantes en Los niños perdidos. Pero ¿sirve de algo esta literatura testimonial en la era de la desinformación?
La respuesta es incómoda: la literatura no detiene balas, pero obliga a mirar. Mientras las noticias reducen los crímenes a estadísticas, libros como Una novela criminal, de Jorge Volpi, o El testigo, de Juan Villoro, humanizan a las víctimas. No ofrecen consuelo, sino verdad incómoda.
El día después del asesinato de Guzmán y Muñoz, una usuaria de Twitter escribió: "Esto parece una novela de Rafael Bernal". Tenía razón: en El complot mongol (1969), Bernal imaginó un México donde las conspiraciones políticas se resolvían a tiros. Medio siglo después, la ficción se ha vuelto realidad.
Quizás ese sea el papel de la literatura hoy: recordarnos que lo que llamamos "distopía" ya está aquí, y que solo la memoria puede evitar que se repita. Como escribió Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz, "en México, la historia no la escriben los vencedores, sino los que sobreviven para contarla".