EL RECOMENDADOR DE LIBROS

Logo Milenio
Logo Librotea
Lo demás es silencio, de Camila Villegas

Especial Lo demás es silencio, de Camila Villegas

Librotea Américas /

1
Arde la fe


El aullido lo despierta. El sueño de Pedro pronto será pesadilla. A las carreras se calza, nomás abriendo la puerta del internado el fogonazo lo asfixia. La iglesia está bien juntito a la escuela y a los dormitorios. Entonces lo ve. Es su padrino.

El fuego canta de forma extraña cuando es verano. Y sí, escupe quejidos guturales del mero centro de las entrañas que nada tienen que ver con los arrullos que tarareaba en medio de la nieve para calentar a todos. Gruñe furioso. Cuando hace calor pela sus dientes y asoma sus garras para espantarnos. Pedro siente miedo. Se le olvida que antes la lumbre lo arropaba con su aliento de brasas. Ahora es pura amenaza.

Y Montejo aúlla. Grita más fuerte que el incendio para que lo oiga la luna. Montejo Lobo. Así le han dicho desde siempre o desde que el tiempo empezara a correr de verdad, en el instante justo en que pisó estas tierras, cuando aún no pasaba todo lo que pasó. Antes.

Esos aullidos ya los escuchaba Pedro desde bien niño. En un entonces en el que Montejo podía ser todo, podía ser cura, podía ser padre, compañero, amante, amigo. Y era feliz. Seguido llegaba a su casa de visita en compañía de su chamaquito Miguel para emborracharse, pasaba las horas frente al teswino junto con su papá, el Pánfilo, el otro hijo pródigo de la iglesia, el que era hermano marista.

Mientras los dos hombrones empinaban el codo, salud para acá, salud para allá, Pedro jugaba con Miguel, su mejor amigo. Cómo se reían cuando Montejo aullaba.

No hacía falta ni que estuviera borracho para que se pusiera a jugar con ellos. Y no sólo sabía aullar, imitaba gallos, perros, cabras y otras cosas. Ya desde el seminario provocaba las risas de sus compañeros. El Lobo junto con el Gavilán, la Iguana, el Cacomixtle. La Fauna. Tenían su grupo de rock cristiano, bien cristiano, y así se llamaban: La Fauna. Cantaban en los retiros, en las misas, en las pachangas. Venían arrastrando desde niños sus apodos y sus instrumentos musicales por el camino del Señor que los guio hasta la Compañía de Jesús, y de ahí a los votos perpetuos, y de los votos perpetuos a las misiones.

Cuántas horas pasaron Miguel y Pedro tratando de aprenderle el modo a tanto animalerío, pero nunca pudieron. Hay cosas para las que uno nace así, porque sí, y a ellos no les salía de la garganta nada parecido a nada.

Ahora que lo ve ahí, de rodillas, brazos en cruz, cómo le gustaría que Montejo se acordara para qué era bueno. Los aullidos eran lo que mejor le salía. Sólo que antes divertían los bramidos; ahora nomás dan lástima.

Pedro tose, el humo empaña el aire, las flamas ya asoman por las ventanas del templo, la puerta está atrancada, no puede abrirla. Pero ¿por qué? Si siempre se mantiene abierta. Entonces corre, tosiendo rodea el templo hasta el campanario. Va a tener que esquivar un laberinto de lumbre para subir a tocar la campana, tose y corre, dos escalones al hilo, tres, dos, tres. Por fin los tañidos, el hierro incandescente que alerta.

Redobles a medianoche son siempre de mal augurio y no tardan en aparecerse como si fueran almas en pena, uno por uno, hasta juntarse toda la gente, que es bastante en Norogachi, a ver por qué tanto alboroto. Tuvieron que asomarse de sus sueños para darse cuenta de qué se trata.

La bola de fuego rebasa la punta de los cerros que enmarcan lo que en unas horas va a dejar de ser la iglesia. La gente corre de un lado al otro en un caos organizado. Nadie habla, es como si conocieran de sobra la coreografía: las mujeres alzan niños y animales que acarrean hasta el otro lado del río para ponerlos a salvo, los hombres pasan de mano en mano tambos y cubetas que viajan repletos desde el cauce hasta el atrio. Pero el agua no calma la sed de ese gigante que está por devorar el internado, la clínica, las esperanzas.

Casi hay silencio. Las miradas bien clavadas en la inmisericorde luz. Sólo Pedro le pone atención, sólo Pedro lo escucha bien. ¿Cómo es posible? ¿No lo oyen, pues? Montejo aúlla de rodillas, a un lado de la cruz del atrio. Tiene las manos llenas de tizne y los ojos bien nublados. Por fin se le escapan unas míseras lágrimas, por fin puede llorar. A él también comienzan a rodarle por la cara, de ver a su padrino, pero no van a servir de nada, ni para apaciguar un cerillo. ¿Para qué llora? ¿Qué gana con eso? La iglesia que tanto quiere arde frente a sus ojos. ¿Por qué no se apresta a apagar el fuego como todos? 

¿Qué le voy a decir a Miguel? Al cabo es su papá, piensa Pedro.

Y trata de levantar a Montejo, pero no se deja. Nunca lo había visto tan borracho, o tan así, y no quiere que nadie más se fije en cómo anda. Si se apura le da tiempo de llevárselo a su casa y regresar con los demás a ver si aplacan juntos el infierno.

—Ándele, pues, Lobo, yo lo llevo, qué va a hacer aquí, nomás lo van a llevar entre las patas.

Como si se lamiera una herida, Montejo Lobo se levanta, casi abrazado al amigo de su primogénito, su larguirucha figura se derrumba de pronto, junto con la torre del campanario que de milagro no aplastó a cuatro. Al silencio lo rompen los gritos y Montejo aúlla frunciendo aún más las arrugas de su boca. Pero ya no como lobo, ahora como hombre. Sus ojos azules brillan. Arde su fe y eso le quema por dentro.

—No llore, padrino. No le van a alcanzar todas las lágrimas para aplacar la quemazón ni aunque quiera. Mejor ya duérmase. Ándele, pues.

Arropado el lastimero cachorro, seguro en una casa, Pedro puede irse ya al relajo. Si supiera más, lo habría dejado en la clínica, pero la urgencia es así, resuelve lo que se mira primero y no puede ver lo que trae su padrino adentro.

Entonces sale con dos cubetas a cuestas y la sospecha que siembra el pantalón quemado de su padrino, sus huaraches ennegrecidos y esos sollozos de animal herido. Solo. Lo peor es el olor a gasolina que lo impregna. ¿Por qué? Cuando llegó, lo halló afuera, postrado de rodillas y persignándose, viendo todo de lejos, pasmado, ¿cómo se le llenaron de hollín las

manos?

Más vale pensar en eso luego. 

Montejo es casi su padre. La lástima es algo canijo, ni los perros se la merecen. Ya sabrá cómo se la sacude después, porque ahora la hoguera es un canto de sirenas y sólo puede concentrarse en ella. Pedro corre hasta allá, cada vez más lejos de los lamentos.

A la luna llegan los aullidos, las chispas, las sospechas. Arde

también su fe.


2
Brandy Don Pedro


Al chiquito le subió la fiebre desde la medianoche. A su mamá sólo le queda abrazarlo y él tose. Es el séptimo niño con tuberculosis que atiende Necha este mes. No le sorprende porque las heladas fueron duras, largas, testarudas. El invierno pasado apenas pudieron pasar algunas trocas con las medicinas. Con las medicinas y los Faros, las Maruchan, las Portola, el Don Pedro, el Nescafé, la sal, el jabón, el azúcar y las cobijas.

La clínica no está tan lejos y el camino de terracería es bueno, pero cuando cae nevada nadie entra y nadie sale. Así que esta vez se habían preparado desde la primavera para ver a todos esos enfermos en el verano. Un invierno así vaticina mucho más que una tos para cuando calienta un poco. Inés, la Necha, fue quien se dio cuenta.

Al principio, las monjas no le hicieron caso, al fin y al cabo, qué iba a saber ella, una sinrazón como les dicen los chabochis, los blancos, pero ella se puso a registrarlo todo. Seis años duró apuntando las lecturas del termómetro en diciembre, enero, febrero. Los casos de tuberculosis en julio y en agosto. «Este patrón está clarísimo», un médico de España, uno de esos Médicos sin Fronteras, fue quien lo dijo en el comedor frente a las hermanas. Sólo entonces alcanzaron a ver más allá de su piel morena, su falda rarámuri, sus trenzas. Sólo entonces empezaron a planear mejor. Ahora si el invierno es duro piden más medicinas. En verano, cuando llega mucha más gente, casi siempre hay tratamiento para todos, aunque no todos se curan.

Mientras inyecta al niño, Necha piensa en su padre. Bien temprano lo vieron merodeando por el arroyo. Mirando para arriba. Le hubiera gustado salir a saludarlo, sacarlo de su cabeza un rato, no se imagina qué cosas pensará Montejo ni por qué pasa tanto tiempo mirando la cruz, pues ¿qué le mira si no es la luna ni las nubes ni las estrellas? Ya verá si mañana sigue allí su papá, ya verá si tiene un rato para salir, ya verá si… Pero el chiquito sigue con fiebre y ya va para el tercer día. Ya verá. Tres días. Tosen sus dos años, tose su mamá, tose sangre… Necha ahora sabe más y espera menos. Ganó la beca y la carrera, pero se le fueron las ganas de rezar.

—Nechita, tewequita bonita, vamos a rezarle a Papá Bueno—su papá todas las noches.

Necha tiene reservadas al menos dos botellas de brandy Don Pedro en su pequeño dormitorio. Nunca se sabe. Desde que regresó de Guadalajara duerme sola, como cualquier otro médico que haya pasado por esa clínica. Las habitaciones dobles las comparten las enfermeras; las asistentas que tienen mucha buena voluntad y poca preparación sueñan en dormitorios comunales. Hay dos barracas. Ella siempre estuvo en la del lado derecho, la que está junto a Pediatría. En la noche escuchaba llorar a los bebés, a las niñas, a los towicitos. Cómo le angustiaba eso, pero ahora si no escucha nada es peor… Cuando no hay llantos es cuando bebe. El silencio es el heraldo de la muerte. Al menos así es con los niños. La primera botella está casi vacía, no le va a alcanzar el Don Pedro este mes y necesita estar borracha para rezar un padrenuestro. Qué silencioso verano. Lo mezcla con un té de canela y azúcar, antes de darle un trago se persigna. Se persigna y reza. No puede tomar alcohol si no ha rezado antes y no puede rezar si no ha tomado. Culpa de su padre. Mañas de cura.

Si vive, si el niño sigue vivo cuando amanezca tendrá que quedarse, aunque ya le hayan avisado que su papá anda muy raro. Reza. Ella quiere que llore, que grite, que viva, y reza. Pero también quisiera irse temprano, salir al alba, y reza. Siente las náuseas de enterrar un niño más y reza. Pero quiere estar con él, entender al Lobo antes de que sea demasiado tarde. No por él, por su nana. Reza por el niño. Se llama Filiberto, Fili. Reza también por su propia mamá. La hija de Eulogio, el de Murachárachi, la mayor de sus tewekes, la que aprendió a leer con las monjas y que luego trabajó en la parroquia…

Reza por ella, Inés, la Necha. La hija del padre Montejo. Bebe y reza hasta que el vino le gana a la devoción y ya ni siquiera escucha el llanto del chiquito. Ni el llanto ni el alboroto afuera, las carreras, la iglesia que cruje, nada. No hay arrullos como los de Don Pedro..

Tags relacionados
  1. libros