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Alma Mancilla Américas /

A Nefise


Entonces Pedro le respondió: “Mira, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué, pues, recibiremos?”. 

Mateo 19:27



Abrió los ojos y contempló la luz

            esa especie de temblor o remolino

            la Vorágine

            que ahora, al fin Consciente de Sí Mismo, se desplegaba ante sus ojos con una claridad reverberante ensombrecida, sin embargo

            por algunas zonas borrosas

           un vaho que el Reverendo no sabía si provenía de fuera o de dentro, de la selva o de su cuerpo

           sentado en esa silla alta sobre la tarima de madera

           un cuerpo que miraba todo con sorpresa, no de ahora sino desde hacía algunos meses que casi parecían milenios, sentado en esa silla debajo del letrero en el que estaba escrita aquella frase que ha olvidado

de repente

           esas lagunas en su mente no podían ser indicio de nada bueno

           una enfermedad tal vez

           ese letrero contenía sin duda una verdad determinante, algún hecho contundente, una pista sobre los recuerdos que se repetían en su visión y flotaban

          suspendidos de un hilo muy tenue

          y qué coraje no acordarse justamente ahora que querría hacerse cargo de lo que ocurría, vestido de camisa roja, pantalón beige, el reloj bien colocado en el antebrazo derecho para medir con precisión el tiempo, degustando un pedazo de mango agrio, no lo suficientemente dulce ni maduro como para que fuera realmente disfrutable, un mango que no parecía tangible de tan pequeño, pero qué se le iba a hacer, acá en Jonestown el suelo sólo daba frutos ponzoñosos, incompletos, demasiado verdes, ácidos o putrefactos, por más manos, más sudor, más trabajo o más empeño que se le pusiera al cultivo no había manera de sacar de esa tierra nada dulce al paladar, conveniente al estómago, él mismo tenía diarrea desde hacía casi tres días y de todas formas se siguió comiendo el mango, succionó hasta la última gota, sintió las hebras pegajosas enredadas en los dientes

           las manos cubiertas de jugo

           y aunque a ratos se acordaba de tener un problema enorme, inconmensurable, de momento ese problema tampoco estaba claro en absoluto, lo único importante era el líquido espeso y pegajoso, amarillo como caca de niño chiquito escurriendo entre los vellos oscuros y formando una mancha de contorno irregular que atraía a un tupido enjambre de moscas tornasol

          y zumbaban con tal furia las moscas que no tuvo más remedio que levantarse para dirigirse a su cabaña más allá de la zona colectiva del complejo, qué curioso que él tuviera algo suyo incluso en Jonestown, donde la Propiedad Privada era desalentada hasta el punto de tener que compartir el techo, el piso, los alimentos, las mujeres, el sustento, pero la cabaña

parecía tan lejos, la distancia inabarcable del que necesitaba estar solo y refrescarse 

        volver en sí para tal vez de esa manera discernir aquello que le preocupaba tanto 

        y vio a las chicas, Josephine y Elena la griega y Anna la enfermera y Roxana la mujer de Tony, y pensó en ir a saludarlas pero se arrepintió porque ellas también le parecieron 

        extrañamente etéreas

como difuminadas, mejor no molestarlas, últimamente andaban insoportables, todas parecían estar enloqueciendo, perdiendo la claridad de las ideas, y una vez más tuvo conciencia el Reverendo de que esa locura se estaba apoderando del Complejo y era culpa del Suceso, del Problema que no podía recordar y cuya existencia lo abrumaba

         y supo que venía pasando desde hacía ya algún tiempo, esa distancia entre su mente y la realidad, entre el ahora y lo ocurrido, un suceso cuyas consecuencias eran espantosas pero inevitables, algo que se desgajaba como el mango y se extendía como la mancha en su pantalón color beige, muy sucio por el uso y percudido por el tiempo, y el sol de la jungla

guyanesa era otra mancha que ante sus ojos se iba haciendo inabarcable hasta que estuvo seguro de tener que cambiarse el pantalón, ésta no era la dignidad que correspondía a un hombre de su estatura, de su talla, por más que la humildad, por más que el trabajo compartido, por más que la comunidad y el compromiso y la igualdad entre los hombres, por más que el comunismo

          y justo cuando se levantaba de la silla alta en la tarima debajo del letrero recordó que el problema eran los Otros, los que habían llegado ayer o antier o tal vez llegarían mañana o esa misma tarde, los Otros que estaban en el país porque habían venido desde América hasta la jungla espesa en un avión y no estaban dispuestos a escuchar razones, no señor, Ellos habían venido a desbaratar el Proyecto, Ellos no le daban tregua ni respiro, y si por Su voluntad fuera le habrían arrancado ya la lengua 

         los ojos, los pulmones, el corazón entero, el corazón del Reverendo 

        que no supo desde cuándo ni hasta dónde había

llegado el Daño, la Destrucción

       pero tras mucho esfuerzo se alzó de su silla y tambaleante se encaminó hacia la cabaña, la cabeza embotada, casi ajena, y de pronto tenía que salir a recibir a esos Otros porque ya estaban aquí, habían invadido el Complejo y él, Jim Jones, el Reverendo,  no podía quedarse sentado pensando en alimañas, en minucias, en arañas, en nada que no fuera la salvación de la congregación y de sus almas, de sus cuerpos (sobre todo de sus cuerpos), todos esos niños, hombres, mujeres, que dependían de él y que ahora estaban amenazados, porque Ellos habían volado desde lejos en avión, cruzando mares, tierras, selvas, bosques espesos con tal de desbaratarle su Proyecto

         el Proyecto

         lo que de él quedaba

        y se repitió que era preciso ver hacia adelante como lo hacía desde niño 

        en aquel pueblito de Indiana 

        hacia adelante incluso cuando los ojos ya no pudieran mantenerse abiertos ni cerrados como no fuera con un Quaaludes, un Valium, una Torazina, un Demerol, dos, tres o cuatro se había tomado esa madrugada, y ya Marcie y Larry el médico y Anna la enfermera le habían advertido que era demasiado, que se controlara, que no debía abusar pero abusaba, y tal vez por eso se sentía tan ajeno, tan distante

         tan lejano

         y cuando los periodistas por fin entraron consiguió ponerse de pie y ser Él Mismo por un rato, y debajo de aquella silla alta en la tarima se enfrentó como pudo a los recién llegados, les dijo lo siento, lo siento, aquí todos queremos irnos, perdón, perdón, qué estoy diciendo, me refería a que todos aquí en el Proyecto vivimos felices, felices como lombrices, comeremos perdices, mire usted esas cabañas, la escuela, ya sé que no se ve bien desde este ángulo, la guardería, han nacido muchos niños este verano, sus manitas se abren

          como flores de carne al sol de la selva

          sus ojitos iluminados con el resplandor de la libertad y la igualdad entre los hombres

           los caminos que se abren, se bifurcan, se enderezan y se tuercen allá donde los monos viven, antes de llegar al río, a la madriguera de la boa, del tigre, no saben con la que hemos tenido que vérnoslas aquí en la Selva

          Selva Ignota, Selva Oscura, Selva del País del Fin del Mundo, desbrozada por nuestros brazos, pronunciada por nuestras lenguas

         vista por nuestros ojos cada día de este año cómo brillaban las estrellas en Jonestown, eran focos, reflectores

         eran hogueras

         poco importaban las penurias, las travesías en río hasta la capital en aquel barquito comprado a la espera de algo que no llegaba y ahora era demasiado tarde, el tren partió, la oportunidad se perdió y se quedó viendo el cielo el Reverendo hasta que una voz lo interrumpió, uno de los recién llegados que esperaba respuesta y miraba la selva, selva hasta donde la vista alcanzaba, y se dolían de los mosquitos los recién llegados, de los gusanos como si nunca antes hubieran visto uno, pero cuántos gusanos se paseaban ese día en el Complejo, estaban entre los pilotes y en el borde de las cabañas, revelaban impúdicos sus cuerpos esponjosos, los mismos gusanos que dentro de dos, tres, cuatro días se comerían a todos y cada uno de los que allí cantaban en la sala, la gente que en esas mesas de madera había departido y compartido la comida, algo especial, nada de arroz, No les den eso, había dicho el Reverendo, que Ellos no paran de reclamar que no tenemos otra cosa que comer: arroz por la mañana, arroz por la tarde, arroz por la noche, arroz de entrada, arroz de postre, arroz para aventar para arriba, porque nosotros los elegidos que vinimos a esta tierra a recoger el Maná que cae del cielo y los frutos de nuestros trabajo no aceptaremos nunca que el cielo nos negó el Maná, que la tierra nos ocultó el producto, que la selva nos hizo malobra, pero qué más da, sabremos arreglárnoslas, nos la hemos arreglado hasta ahora, lo haremos de nuevo siempre y cuando tengamos una oportunidad, y a Ellos, a los Otros, los recibiremos y les mostraremos la Verdad, les daremos perdices, gallinas, pavo asado, codornices

            pero ahora mismo estoy tan cansado, Josephine, tan cansado, tan fuera de mí, déjame que me quede aquí en la cama, musitaba el Reverendo durante alguna de sus enfermedades cada vez más frecuentes, o tal vez fuera en el sueño febril de anoche, un sueño en el que nada tenía sentido porque, claro, eso había ocurrido hacía ya mucho tiempo, y lo que tenía que hacer ahora era preparar el discurso para el Senador o Comandante o Comisario, el Congresista que venía a interpelarlo, la Autoridad Capitalista que deseaba sacarlos para siempre de la selva roja, blanca, negra, verde, siempre verde, siempre viva

          selva carnívora

a la que no supimos domar aunque intentamos y de eso debe hablarle al Congresista para que lo entienda y se marche por donde ha venido, que no vuelva nunca más, y vio otra vez la luz que se esparcía en cuajos, el remolino o zarza ardiente que lo había llamado alguna vez en el desierto de camino a nosédónde, con Marcie sentada al lado cuando él todavía no era el Reverendo, en la carretera, a lo lejos, flotando como un zanate herido el Espíritu Santo

          sobre la cornisa de aquel templo, sus garras de buitre su cabeza de serpiente, qué iba a saber entonces de palomas o de gárgolas el Reverendo, qué si las revelaciones no se anunciaban más que cuando era demasiado tarde para darles la espalda, cuando ya se había abierto el libro sagrado

          el Libro de los Elegidos 

          y volvió a pensar el Reverendo Puedo hacerlo, puedo hacerlo, soy el que soy como en la Biblia, soy muralla y elefante

         soy mazo, lengua cortante (Madre, Madre, dónde estabas tú entonces, ¿por qué me has abandonado?

          y avanzando vio de lejos la cabeza de la Gorgona con los pelos serpenteantes

         vio los cuerpos inflamados, vencidos, los cuerpos que se levantarían de sus tumbas en el día del Juicio Final, pero no sin antes haberse hinchado como perros arrollados sobre el lodo de Guyana

          esa tierra prometida que resultó ser tumba y matadero

         pero dónde se había metido Marcie, dónde Josephine, dónde los niños, dónde Stephan, dónde ése al que le querían arrancar de los brazos y al que él no les entregaría nunca, antes morir, mejor perecer que agachar la cabeza, que correr de continente a continente, de continente a contenido, y se cruzó su mirada con la de Oswald, un drogadicto rehabilitado que lo miró y le reprochó Por qué nos has hecho esto, Padre, por qué, Pero si yo no he hecho nada, han sido Ellos, Ellos, ¿no lo ves? ¿acaso no lo sabes?

         y caminó una vez más el Reverendo como caminará dentro de dos noches, tal vez tres, acaso cuatro, cuando ya todo haya pasado, y en la desesperación del último momento volverá a entrar al pabellón central se subirá a la silla debajo del letrero 

        cuya frase no recuerda

        se fundirá en su abrazo y pedirá los altavoces para llamar a los hombres, las mujeres, los infantes, los niños de pecho, las señoras, los señores y les dirá Esto es todo, se acabó la fiesta, hay que morir dignamente o morir al menos, y los pondrá en fila pese a las protestas, pocas por fortuna porque para eso él es Padre, y sacarán el Preparado, él habrá ya tomado previsiones, Larry, Sharon, los demás que en eso no le fallarían nunca, que se mostrarán fieles al llamado 

         en pequeños vasos desechables o jeringas, primero los niños para evitar complicaciones

         dejad que lo niños vengan a mí, que sorban el líquido liberador, ese polvito moradorrojo casi negro que detendrá sus corazones, provocará convulsiones, y allí quedará el suceso para las fotos, la posteridad, el mundo, ese abismo en el que el Reverendo ha estado muchas veces como ha estado en todas partes, el cielo, el limbo, el infierno, el bardo tibetano y he aquí que al fin se acuerda el Reverendo del letrero, de la frase que afirma que

            El que no recuerda el pasado está condenado a repetirlo

            y tal vez sea cierto aunque quién sabe, todo se confunde

          y avanza a diez centímetros del suelo

          He estado, he sido, seré recordado, el mundo no me olvidará 

         y llora un poco el Reverendo porque a estas al-

turas no sabe si es cierto

         a estas alturas

         no sabe

         y en el trance en que se encuentra (en este em-

brollo)

        lo mismo da que sí o que no.


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