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El odio en las sombras: la literatura frente al fenómeno incel

Especial El odio en las sombras: la literatura frente al fenómeno incel

David Rocha Molina Américas /

El pasado lunes 22 de septiembre, la comunidad del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) Sur de la UNAM fue sacudida por una tragedia que expuso una realidad siniestra y global. Lex Ashton, un joven de 19 años, ingresó a las instalaciones con un arma blanca y atacó mortalmente a Jesús Israel Hernández, de 16 años, e hirió a su novia y a otro trabajador que intentó detenerlo. 

La justificación de este acto, según confesó el propio Ashton, no surgió de una riña personal convencional, sino de la lógica distorsionada de la subcultura incel. Él veía a su víctima como un "chad", un término utilizado en estos círculos para denominar a hombres atractivos y exitosos sexualmente, supuestamente privilegiados por un sistema que condena al resto de los hombres, los "incels" (célibes involuntarios), a la soledad y la frustración. 

El ataque, seguido de amenazas en línea de otros grupos incel contra la UNAM, no es un hecho aislado; es el eco mexicano de una onda expansiva de misoginia y violencia que ha tenido episodios trágicos en países como Canadá y Estados Unidos. Frente a esta realidad, surge una pregunta apremiante: ¿puede la literatura ayudarnos a comprender este oscuro fenómeno?

Del adolescente incomprendido al incel radicalizado

La subcultura incel, una comunidad digital misógina que surgió del "Involuntary Celibacy Project" (1997) y se radicalizó en foros como Reddit, se caracteriza por promover estereotipos negativos sobre las mujeres y glorificar la violencia. 

Según expertos como Brian Van Brunt y Chris Taylor, esta ideología conduce a un mayor aislamiento, depresión y, en casos extremos, a ataques violentos contra mujeres y hombres "exitosos". Aunque internet no genera el pensamiento misógino, actúa como catalizador al permitir la creación de comunidades cerradas donde se normaliza el odio mediante un lenguaje propio ( con palabras como "chads", "foids", "stacys") y se amplifican estas narrativas, demostrando la peligrosa transición del resentimiento digital a la violencia física.

La literatura, en su función de espejo y exploración de la condición humana, no ha permanecido ajena al auge de la subcultura incel. Tanto la no ficción como la ficción han comenzado a adentrarse en este territorio pantanoso, intentando descifrar las claves de una comunidad unida por el resentimiento, la misoginia y, en sus extremos, la apología de la violencia.

En el ámbito de la no ficción, libros como Los hombres que odian a las mujeres. Incels, artistas de la seducción y otras subculturas misóginas online, de Laura Bates, ofrecen una investigación periodística rigurosa, adentrándose en los foros digitales para exponer su retórica de odio y las peligrosas ideologías que allí se fermentan. En sus páginas explica la mecánica del adoctrinamiento online, la manera en que jóvenes son seducidos por una narrativa que convierte su dolor personal en un arma de guerra contra las mujeres y contra la sociedad.

Sin embargo, es en la ficción donde la exploración adquiere una dimensión más íntima y perturbadora. La narrativa contemporánea busca no solo explicar, sino sentir desde dentro el vacío y la rabia que pueden conducir a un individuo por este camino. Aquí, la figura del adolescente frustrado y socialmente aislado no es nueva, pero el marco incel le proporciona un lenguaje y una cosmovisión específicos. 

Un antecedente literario clave es Menos que cero, de Bret Easton Ellis, donde la alienación y el vacío existencial de la juventud privilegiada ya apuntaban hacia un malestar profundo, aunque sin el componente de misoginia organizada digitalmente.

Ejemplos más recientes y directos abundan. El fin del amor. Querer y coger en el siglo XXI, de Tamara Tenenbaum, va más allá de los incels y analiza las nuevas dinámicas sexuales y afectivas en la era digital, un contexto esencial para entender las frustraciones que estos grupos explotan. 

En la narrativa anglosajona, la aclamada novela Mi año de descanso y relajación, de Ottessa Moshfegh, presenta a una protagonista femenina profundamente alienada, pero el universo que describe —aséptico, desencantado y socialmente desconectado— es el mismo caldo de cultivo del que beben los incels.

Quizás una de las representaciones más potentes y escalofriantes en la ficción reciente sea la novela Temporary, de Hilary Leichter, o ciertos relatos de Sally Rooney, que capturan la precariedad emocional y la dificultad para conectar en el mundo moderno. 

Narrativa: ¿comprensión o romantización?

Aún no hay un incel prototípico, sin embargo, el ecosistema de soledad y expectativas rotas que puede llevar a un joven a buscar refugio en comunidades online tóxicas va creciendo. La literatura está intentando narrar el viaje desde la simple timidez o la inseguridad hasta la radicalización misógina o de violencia contra los hombres jóvenes que se consideran "exitosos", mostrando cómo internet puede actuar como un catalizador que transforma el dolor en odio.

La adolescencia puede ser un paisaje oscuro donde las decisiones tienen consecuencias irreversibles, como exploran Pierre Lemaitre en Tres días y una vida y Lionel Shriver en Tenemos que hablar de Kevin. Lemaitre nos presenta a Antoine, cuyo error impulsivo durante la adolescencia desencadena una espiral de culpa que lo perseguirá hasta la adultez, examinando cómo un momento de ira puede marcar una vida para siempre. Shriver, por su parte, aborda esta faceta desde una perspectiva aún más desgarradora a través de una madre que intenta comprender cómo su hijo Kevin pudo cometer un acto de violencia extrema, creando un retrato psicológico escalofriante que evita respuestas fáciles sobre la naturaleza del mal.

La pregunta crucial es: ¿estos libros aportan una comprensión que pueda ayudar a corregir el problema o, por el contrario, lo subliman y romantizan? La respuesta es compleja. Por un lado, la literatura que aborda el tema con rigor y empatía crítica —es decir, una empatía que busca comprender los mecanismos del dolor sin justificar las acciones violentas— es un instrumento invaluable. Permite a la sociedad ver más allá del monstruo caricaturizado y entender el proceso de deshumanización, tanto del perpetrador como de sus víctimas. Ofrece una narrativa alternativa a la del "lobo solitario incomprensible", mostrando que es un fenómeno con causas sociales, culturales y digitales identificables. Un lector que se adentre en estas obras puede salir con una conciencia más aguda sobre los peligros de la radicalización online y la importancia de detectar las señales de alarma en el entorno.

No obstante, existe un riesgo inherente. La ficción, al dar voz y profundidad psicológica a personajes que encarnan estas ideas, puede, en manos menos diestras o en lecturas superficiales, caer en la tentación de romanticizar al "incomprendido" o de presentar su violencia como una consecuencia lógica e incluso inevitable de su sufrimiento.

El desafío para el escritor es monumental: narrar el abismo sin caer en él, humanizar sin exculpar, explicar sin justificar. La literatura no es una terapia social, pero puede ser un poderoso diagnóstico. 

El ataque en el CCH Sur y las subsiguientes amenazas son un recordatorio sangrante de que no hay que perder de vista este fenómeno. Los libros, en su capacidad para iluminar las zonas grises de la experiencia humana, no van a solucionar por sí solos el problema incel, pero pueden ser una brújula esencial para navegar por este paisaje desolado y, quizás, para empezar a encontrar una salida colectiva. 

La mejor literatura sobre el tema no nos pide que nos compadezcamos de quien odia, sino que entendamos el origen del odio para poder desactivarlo.

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